—No se merece tus lágrimas—repetía a su reflejo.
El llanto dotaba la pequeña habitación de vida, de las
paredes emergían los brazos húmedos de la agonía y del espejo la viva imagen de
la derrota. Se sentía frustrada, enojada, perdida. Los gritos que morían en su
garganta y las lágrimas silenciosas que buscaban una expresión más viva, un
reconocimiento de los motivos que las llevaban a convivir con el ambiente
abrumador que se erigía a su alrededor. Y su puños apretados, que tan sólo eran
una cadena más a su expresión, porque tenía prohibido hacerlo; su garganta
impulsando los sollozos de vuelta al corazón; y sus ojos sepultado las lágrimas
en el valle del silencio donde descansaban los vestigios de su alma; todo era
un eslabón más de la cadena opresora.
—No vas a llorar—susurraba el orgullo a su oído como si se
tratara de la caricia a un amante.
Y así lo era.
Cuando todo había sido oscuro, cuando el abismo se postraba
frente a sus pies, era entonces que aparecía como el fiel caballero que jamás
conseguiría ser. Luego las palabras de aliento, el enajenamiento que la haría
levantarse y que serían la antesala de un próximo desplome.
Su alma se quebraba, en su interior no era más que una frágil
muñeca del más fino cristal que había perdido su centro de gravedad y había terminado
hecho añicos en el suelo y cada pedazo resquebrajándose dolía, era una agonía
que no estaba dispuesta a soportar. Pero lo hacía, había vivido ya demasiado
tiempo así.
Su orgullo había caminado a su lado, había abrazado su
cuerpo y la orden de silencio había
salido de sus labios. Las lágrimas eran limpiadas de esos ojos oscuros y
muertos, y en su rostro había aparecido la máscara de la sonrisa.
—Sonríe.—Había sido la orden—No tienen derecho a pisotearte,
no deben saber que te lastiman.
Y el ciclo había comenzado una vez, porque quizás ella no lo
sabía pero no era la última vez que su reflejo le obligaría a deglutir el dolor
de una sola vez.